La casa de Pedro parecía verdaderamente una postal de Navidad. Una preciosa casa de madera a las afueras del pueblo, con dos abetos enormes presidiendo la entrada, lucía ahora decorada con luces brillantes y coloridas, guirnaldas de hojas verdes y rojas, y en medio del jardín oculto ahora por una pequeña capa de nieve un gran muñeco de nieve con una zanahoria por nariz y dos botones por ojos se alzaba majestuoso.
La nieve recién caída cubría el tejado y los alrededores de la casa, dándole un aspecto aún más acogedor y cálido.
Pedro había llegado al pueblo hacía tan solo cinco años, ya estaba jubilado, pero eso no le había impedido montar un pequeño taller de ebanistería, en el que realizaba trabajos modestos para sus vecinos, además de tallar con esmero figuras de madera con formas navideñas que regalaba a todo aquel que visitara su casa durante las festividades navideñas. Con el paso de los años, el gesto se fue convirtiendo en una costumbre cada vez más arraigada en el pueblo. La gente esperaba con ilusión los días previos a la Navidad para acercarse a la casa de Pedro, charlar un rato con él y recoger su regalo. Y Pedro, por su parte, se sentía feliz de poder contribuir a hacer más felices las fiestas de sus vecinos.
A pesar de su carácter reservado, pues poco o nada se sabía de su pasado, era muy querido por los habitantes del pueblo debido a su amabilidad y disposición a ayudar en cualquier momento. Pedro era una presencia reconfortante en el pueblo, y todos esperaban verlo por muchos años más.
Cuando alguien le preguntaba lo que haría en Nochebuena, él simplemente sonreía y se limitaba a contestar:
—Cenar con ellos, por supuesto.
Sus vecinos nunca lo habían visto con nadie en su casa en los cinco años que llevaba viviendo en el pueblo, así que simplemente sonreían y se marchaban.
Un par de días antes de Navidad, Pedro estaba trabajando en su taller tallando el cabecero para una hermosa cama, cuando, de repente, escuchó un suave golpeteo que provenía de la puerta principal. Al abrirla, encontró a una joven mujer envuelta en una bufanda roja, con una expresión fatigada en su rostro
—Disculpe la molestia —se excusó ella—. Se me ha estropeado el coche al la entrada del camino y mi móvil no consigue coger cobertura—. ¿Podría prestarme su teléfono?—preguntó la mujer con una amplia sonrisa.
—Ohhh, claro pase a calentarse, tengo el fuego encendido —contestó él retirándose de la puerta para que ella pudiera entrar.
Al entrar la joven aspiró con gratitud el aroma a canela y jengibre que inundaba el ambiente, mezclado con la fragancia de un abeto recién cortado.
—Muchas gracias, mi nombre es Amelia —se presentó ella acercando las manos al fuego. Este se quedó paralizado en mitad del salón.
—¿Tiene teléfono? —preguntó Amelia.
—Ohh sí, disculpa. Mi nombre es Pedro —contestó este acercándose a coger tu telefono que estaba sobre la encimera—. Vaya parece que yo tampoco tengo cobertura.
—¿Hay algun sitio desde dónde pueda llamar por teléfono?
—Pues el sitio más cercano es la cafetería del pueblo. Está a unos tres kilometros de aquí.
—Vaya —exclamo ella tras un pequeño escalofrío—. Estoy helada —confesó acercándose más a la chimenea.
—¿Te apetece una taza de chocolate?
— Eso sería fantástico Pedro, muchas gracias.
Pedro se alejó con paso cansado e hizo el chocolate con leche como un autómata. Miró a la chica, sus ojos le resultaban familiares, como si se hubieran visto antes, tenía una extraña sensación. Respiró hondo y se encaminó hacia la chimenea con las dos tazas de chocolate caliente.
—Aquí tienes querida.
—Huele de maravilla, ¿le ha puesto canela? —preguntó con una sonrisa. Este asintió con la cabeza.
—Tutéame Amelia, te lo ruego—esta asintió con la cabeza y olió el chocolate.
—Me encanta el olor a canela, no sé por qué me hace sentir en casa —Pedro se la quedó mirando, sus ojos, su mirada, tenía la sensación de que la conocía de toda la vida. Una idea se le pasó por la cabeza, pero la desechó de inmediato.
—¿Qué te trae por este pueblo?
—Si te soy sincera, no tengo ni la más mínima idea. Hace dos días tuve una fuerte discusión con mi madre y… Simplemente hui.
—Ohhh querida, seguro que se puede arreglar.
—Lo dudo, lo dudo—sentenció ella—. Mi madre y yo siempre nos hemos llevado mal, bueno, no mal, pero ella quiere que yo sea una persona que no soy.
—¿Y quién quieres ser? —preguntó él dándole un sorbo a su chocolate.
—Si te soy sincera, ya ni lo sé, desde bien pequeña soñaba con… —un fuerte golpe en la puerta les interrumpió.
Pedro y Amelia salieron al exterior y se dieron cuenta de que una terrible tormenta había aparecido de repente. La mitad de las luces que adornaban el árbol principal habían sido arrastradas por el viento, y los regalos que Pedro había colocado cuidadosamente estaban esparcidos por todas partes.
—Parece que va a ser una tarde movida —dijo este mirando al cielo.
—Pero, si hace un rato…
—Querida estamos en alerta roja desde ayer, ¿no has leído las noticias?
—Sinceramente no —confesó ella.
—Anda ayúdame a recoger este estropicio antes de que la nieve lo cubra todo.
Una vez hubieron vuelto dentro, Pedro se tuvo que cambiar de ropa, pues se había empapado entero.
—Ten —dijo entregándole un par de toallas a Amelia—. Puedes acomodarte en la habitación del fondo, darte una ducha ahora si lo prefieres o en otro momento.
—¿Cómo? —preguntó ella algo confusa.
—Estás empapada, si no te cambias vas a acoger una pulmonía.
—¿Crees que durara mucho la tormenta?
—Lamento decirte que un par de días —contestó él levantando las manos.
—Ohhh yo no quiero…. Bueno, una cosa es calentarme en tu fuego, pero otra es abusar de tu hospitalidad Pedro yo…
—Amelia, no suelo tener muchas visitas, no es ninguna molestia de veras—contestó él—. Además, es prácticamente imposible llegar con esta tormenta al pueblo—añadió, y sin más se dio la vuelta y se dirigió hacia la cocina.
Amelia entró en la habitación del fondo, era sencilla, con una cama individual, una mesita de noche y un armario. Se sintió por primera vez en mucho tiempo a salvo.
Miró por la ventana y observó el paisaje nevado que se extendía ante ella, sin duda era una estampa, preciosa. Respiró profundamente y se dejó caer en la cama, agradeciendo la tranquilidad que había encontrado en ese lugar. Pensó en todo lo que había pasado y sintió que, de alguna manera, en ese lugar iba a encontrar, la solución a sus problemas.
El día siguiente lo pasaron en el taller de Pedro, este le estuvo enseñando a tallar en madera pequeños adornos navideños, pasaron prácticamente todo el día allí en silencio.
—Amelia —interrumpió los pensamientos de esta casi al final de la tarde.
—Dime —contestó sin levantar la vista de su figurita de madera.
—No hemos hablado de mañana.
—¿Qué pasa mañana? —quiso saber ella.
—Mañana es Noche Buena.
—Ohhh claro, claro, imagino que tendrás visita, me marcharé al pueblo y buscaré una pensión, ya estoy abusando demasiado de tu hospitalidad y…
—No —interrumpió él—. No creo que puedas llegar al pueblo, hay más de metro y medio de nieve.
—Ah, bueno yo… entonces puedo…
—No voy a tener ninguna visita Amelia.
—Ahhh
—Me refería a si te aparecería que celebrásemos Noche Buena. Es el primer año después de muchos que me siento ganas de celebrar algo.
—¿No celebras Navidad?
—Hace años que no, a decir verdad odio la Navidad.
—No lo entiendo, tu casa está adornada como si te encantara, y tallas pequeños adornos de madera para todos los vecinos del pueblo.
—Lo sé, pero lo hago por ella.
–¿Por tu mujer? —quiso saber ella acercando su taburete al de él.
—Sí, me hace estar más cerca de ella, a ella le encantaba la Navidad —tomó aire—. Mi mujer murió hace ahora seis años y…
—Lo siento muchísimo Pedro.
—Gracias, ella era un auténtico ángel en la tierra, sabes—Hugo se quedó mirando el techo en silencio como si estuviera rememorando algún momento de su pasado, con lo que Amelia espero pacientemente—. Bondadosa —dijo de golpe
él—. Amiga de sus amigos, cariñosa con cualquier persona o animal, no se merecía la vida que tuvo, no se la merecía.
—Lo siento muchísimo, me hubiera encantado conocerla, y se nota que la amabas muchísimo.
—Era toda mi vida, mi compañera de vida, mi amiga, mi todo. Cuando nos dijeron que se moría ella se lo tomó fantásticamente bien, yo, sin embargo, me enfadé con el mundo, tanto que no aproveché los últimos seis meses de vida de mi mujer, los malgasté en…—Una lágrima rodó por la mejilla de Pedro—. Los malgasté gritándole al cielo, enfadándome por todo, y en cierta manera castigándola a ella por abandonarme.
—Bueno, a veces el dolor nos hace reaccionar de formas imprevisibles.
—Aun así, sus últimas palabras fueron para nosotros.
—¿Nosotros? —preguntó Amelia.
—Tuvimos una hija —se quedó en silencio, levantó la vista del suelo y miró a Amelia directamente a los ojos.
—¿Y dónde está tu hija?
—Murió a las pocas horas de nacer, muerte súbita.
—-Ohhh Pedro, lo siento muchísimo, eso… eso es terrible.
—Mi mujer entró en crisis cuando nos trajeron el cuerpito de nuestra hija —él meneaba la cabeza—. Empezó a decir que esa no era nuestra hija, que esa nariz no era la de su hija, en fin entro en un cuadro psiquiátrico y estuvo casi un año internada en un sanatorio mental.
—No me lo puedo creer Pedro, tengo la piel de gallina, qué horror, cuanto lo siento.
—Es la primera vez que lo cuento en voz alta, y a una desconocida, quizás el hecho de que te llames como mi difunta hija haya hecho que las heridas del pasado salgan y…
—Gracias por confiar en mí.
—Con el paso de los años, Catalina, mi mujer, fue adoptando un carácter más tranquilo, parecía que había aceptado la muerte de nuestra hija y que quería pasar página, necesitábamos pasar página. Quisimos volver a intentarlo, pero la vida no quiso volver a darnos ese regalo. Y finalmente aceptamos que tenía que ser así.
—A veces no podemos luchar contra la corriente Hugo, por mucho queramos —sentenció con lágrimas en los ojos Amelia—. No puedo ni imaginarme el sufrimiento por el que habéis pasado.
—Eso no es todo —contestó este. Amelia se lo quedo mirando perpleja.
—Un mes antes de que mi Catalina partiera me enseñó una serie de documentos, yo no entendía nada, me hablaba de nuestra hija, de que había encontrado otra partida de nacimiento con diferente fecha y…
—¿Qué? —inquirió algo asustada Amelia.
—Mi Catalina se había pasado los últimos veinte años de su vida buscando pruebas que demostrasen que nuestra hija… que nuestra hija fue robada al nacer.
—Pero… ¿Cómo es posible? Visteis su cuerpecito sin vida, ¿no?
—Sí, la realidad es que vimos un cuerpecito de bebe fallecido. Cuando te informan que tu hijo ha fallecido, todo a tu alrededor se desmorona y no puedes ver lo que tienes en frente. Te sientes atrapado, y lo único que deseas es despertar de esta terrible pesadilla en la que estás atrapado sin salida.
—Entiendo —contestó Amelia pasándole el brazo para fortalecerlo—. ¿Crees que tu esposa tenía razón?
—Nunca… yo nunca me llegué a plantear una cosa así, simplemente no podía. El dolor que tengo en mi corazón es tan grande que yo no…
—Lo entiendo.
—Tengo casi setenta años, aunque no lo parezca querida, cuando falleció mi mujer me aislé del mundo, esperando mi muerte, pero ese día parece que no quiere llegar.
—Eso es porque tu misión de vida no ha acabado —contestó Amelia con una cálida sonrisa.
—¿Mi misión de vida? ¿Qué quieres decir?
—¿Nunca has tenido la sensación de que debías hacer algo, pero no sabías que era? —Amelia lo escrutó con la mirada. Pedro se quedó en silencio, tras un rato de reflexión contestó.
—¿Te refieres a que el camino de la vida te lleva por donde ella quiere?
—O pensándolo de otro modo te lleva por donde debes ir —contestó ella.
—Cuando era pequeño mi padre siempre me decía que lo que era de uno era de uno y la vida te lo entregaría de alguna manera.
—Exactamente —contestó ella con una sonrisa—. ¿No te has dado cuenta lo que aportas a este pueblo?
—¿A qué te refieres?
—Vives aquí, a tres o cuatro de kilómetros del pueblo, totalmente aislado, y cada Navidad vienen a visitarte todos los habitantes del pueblo porque les regalas una pequeña figurita.
—No te entiendo Amelia, son simples figuritas que realizo con restos de madera.
—Sí, pero las haces con amor Pedro, y eso es lo más valioso que hay en esta vida —Amelia rompió a llorar desconsoladamente.
—Pero Amelia, ¿por qué lloras? —el hombre la abrazó y ella lloró por varios minutos hasta quedar totalmente desahogada.
—Lo siento Pedro, me acabas de contar una historia terrible y no sé por qué me he puesto a llorar al acordarme de mi madre y…
—Debes reconciliarte con ella —rogó Pedro. Ella afirmó con la cabeza—. Seguro que vuestras desavenencias no son para tanto.
—Dependiendo desde el punto de vista, desde luego que no —sonrió ella.
—¿Te aparece contármelo con una buena taza de chocolate caliente?
—Sí, Pedro, muchas gracias.
Una vez Instalados frente a la chimenea y con sus chocolates calientes en las manos, Amelia suspiró fuertemente.
—Mis padres son abogados y tienen un bufete muy exitoso. Ellos esperan que siga con la tradición familiar y complete mis estudios en Derecho, para continuar con el legado, tal como ellos lo han hecho.
—Y tú no quieres —constató Pedro.
—No, empecé la carrera casi por obligación, iba a la universidad prácticamente como un autómata, acabé con matrícula el primer año, el segundo y en el tercero conocí a Tom en una fiesta—ella se quedó en silencio mirando el chisporroteo que hacían las lenguas de fuego en la chimenea, tomo un sorbo de chocolate y prosiguió—. Tom estaba estudiando música, la primera vez que le escuché tocar el piano, lloré, lloré tanto que algo en mi interior se despertó.
—Los efectos de la música son algo maravilloso —intervino Pedro con una sonrisa—. Mi Catalina amaba la flauta.
—¿Qué? —Amelia se giró de golpe para mirar a Pedro.
—Catalina tocaba la flauta increíblemente bien, pertenecía a una pequeña orquesta, era maravilloso verla tocar. Se la veía inmensamente feliz cuando lo hacía, sus ojos volvían a brillar y…
—Pedro —le interrumpió Amelia.
—Disculpa, me he dejado llevar por…
—Pedro, amo la flauta, quiero ser flautista, Tom me dice que tengo un don innato. La primera vez que cogí una flauta supe perfectamente donde poner los dedos, como si hubiera tocado durante toda mi vida.
—¿Cómo es posible?
—No lo sé, Tom dice que es un don, que probablemente lo he heredado de mi madre, pero ella odia la música.
—Nadie puede odiar la música querida.
—Mi madre sí, cuando les expliqué que quería dejar la carrera de Derecho y empezar música pusieron el grito en el cielo, mi madre incluso me dijo que me desheredaría si hacía eso, que dejaría de ser su hija, que…
—Amelia, a veces se dicen cosas sin pensar, por el dolor, por la impotencia. Estoy seguro de que si te sientas a hablar con ella y le cuentas lo que sientes cuando tocas ella te entenderá.
—Lo dudo Pedro, lo dudo, mi madre ha sido una persona muy estricta, siempre, recta, muchas veces he llegado a pensar que estaba amargada; sin embargo, lo tiene todo.
—El mundo interior de cada persona es un misterio —explicó Pedro—. ¿Y tu padre?
—Por mi padre estoy haciendo este viaje.
—Explícate —pidió pedro.
—Una noche, después de una fuerte discusión con mi madre, mi padre vino a mi cuarto, para hacerme entrar en razón, para ver si él podía convencerme. Después de hablar mucho rato me sugirió que acabara el año, y que me tomara un año sabático para aclarar mis ideas, lejos de todo. Me sugirió que me fuera a la India —Amelia rio—. Me dijo que había estado buscando por internet lugares o destinos donde se iba la gente a pensar.
—¿Lo hiciste?
—Sí, pasé el verano en un monasterio, buscado a mi yo interior, aclarando las ideas y entonces fue cuando apareció.
—¿Quién?
—Yo diría que —rio a carcajadas ella—. Paseando por el monasterio escuché una música tremendamente hermosa y la seguí hasta que llegué a un patio rodeado de plantas, en el centro había un monje tocando unos cuencos tibetanos y a su lado estaba una jovencita de no más de diez años tocando una flauta. Mi corazón se aceleró de tal manera que pensé que iba a caer desplomada. En ese momento lo supe, mi familia me había enviado a cientos de kilómetros de distancia para alejarme de la flauta y allí, la vida me había puesto una flauta. Al día siguiente hice una videollamada con mis padres, les expliqué mi decisión y… mi padre me dijo que me apoyaría en cualquier cosa que me hiciera feliz siempre y cuando estudiara y me formara para eso. Sin embargo, mi madre se negó en rotundo, me empezó a echar en cara todo lo que habían hecho por mí, me dijo que me había convertido en una niña malcriada y estúpida y que no tenía ni idea de lo que era la vida. Sus palabras me hicieron tantísimo daño Pedro, se supone que una madre debe cuidar por el bienestar de sus hijos¿no?
—Si querida sí, no sé muy bien por qué tu madre reaccionó así.
—Esa misma tarde llamé a mi abuela para ver si ella me ayudaba a lidiar con mi testaruda madre y me encontré con un muro tanto o más alto que el de mi madre. Mi abuela siempre había sido una mujer cariñosa, me tapaba las travesuras que hacía de pequeña frente a mi estricta madre, pero en esta ocasión se negó en rotundo a hablar conmigo hasta que dejara de lado la idea de la música.
—Realmente no lo entiendo Amelia, discúlpame, ¿qué tiene de malo?
—Aturdida por la reacción de mi abuela, tomé el siguiente avión y me presente en casa de esta. Su reacción al verme no solo fue de asombro, sino también de miedo, ¿De qué exactamente tiene miedo? Pensé yo en ese momento y lo que descubrí después me dejó más aturdida todavía.
—¿Qué sucedió Amelia? Me tienes en ascuas.
—Mi abuela me contó que mi madre fue adoptada, su madre biológica era una gran flautista y su carrera profesional se vio truncada al verse en estado, con lo que decidió entregar a la niña a una familia de bien. La única condición que puso fue que su hija no se dedicara la música jamás. Cuando mi madre cumplió dieciocho años le dijo a mi abuela que quería empezar la carrera de música y entonces fue cundo mi abuela le contó la historia. Mi madre reaccionó muy mal, amaba a mi abuela por encima de todo, para ella era su madre, su auténtica madre, pero sentir que tu madre biológica no te quiere tiene que ser algo extremadamente duro. Es una herida que mi madre jamás sanará.
—Eso es terrible Amelia, lo siento tantísimo que yo… oh querida —Pedro se había quedado sin palabras.
—Mi abuela me entregó los papeles que tenía de la adopción de mi madre, junto con un contrato de confidencialidad en el que jamás podrían saber quién era la verdadera madre. Fui a visitar a mi madre, lloramos, nos abrazamos, reímos, volvimos a llorar todas esas cosas que se hacen cuando te arrepientes de tus actos. Entonces fue cuando le saqué los papeles y ella puso el grito en el cielo, se negó en rotundo a mirarlos, no quería saber nada de esos papeles, me dijo que si no dejaba ese tema cortaría todo contacto conmigo.
—Amelia, ¿por qué tu madre no quiere saber quién es su verdadera madre? ¿De qué tiene miedo?
—No lo se Pedro. Mi padre me dice que ha entrado en una especie de depresión y mi abuela llora y llora diciendo que todo esto ha sido culpa suya, que hay secretos que jamás deben ser revelados.
—Quizás tenga razón, porque Amelia… Ya ha pasado mucho tiempo, ¿para qué quieres saber quién fue tu abuela?
—Porque no me creía que la abandonara, así como así, sentía en lo más hondo de mi corazón que había algo más.
—Entiendo, y… ¿Has seguido encontrar alguna pistas? —preguntó él emocionado.
—Sí, conseguí hablar con una enfermera jubilada del hospital dónde nació mi madre, el Memorial —contestó ella y se quedó en silencio escrutando con la mirada a Pedro.
—El memorial, en ese hospital, dio a luz mi Catalina —contestó sin más.
—Ella me explicó que engañaron a mi abuela biológica, le dijeron que su bebe había fallecido para poder tramitar la adopción.
—¿Por qué? —quiso saber aterrado Pedro.
—Por dinero Pedro, esta enfermera me dijo que era una práctica más común en esa época de lo que nos podemos llegar a imaginar.
—No me lo puedo creer. Eso es terrible —contestó él negando con la cabeza.
—Así es. El caso de la adopción de mi madre se le había quedado grabada a fuego en la memoria y en el corazón, por todo lo que llegó a sufrir la madre de la criatura, me explicó que estuvo muchísimo tiempo ingresada en el área de psiquiatría y guardó los datos de ella, no sabía muy bien por qué lo hizo, pero lo hizo. Casualmente, mis abuelos habían vivido a escaso veinte kilómetros de mí, y sin pensármelo dos veces me dirigí a la dirección que me había entregado a la enfermera, desgraciadamente al llegar allí mi abuela ya había fallecido.
—Vaya Amelia, lo siento muchísimo, tanto… tanto esfuerzo para nada.
—Para nada no, el portero del edificio me dio otra dirección —se quedó en silencio.
—¿Y…? —preguntó este—. Me tienes en ascuas chiquilla.
—Esa dirección me trajo hasta aquí Pedro.
Pedro se quedó en silencio analizando las últimas palabras que había pronunciado Amelia, abrió la boca para decir algo, pero la cerró de golpe, la miró a los ojos, movió la cabeza, negando sin poder creer lo que su anciana mente estaba empezando a dilucidar.
—Sí, Pedro, he traído la partida de nacimiento de mi madre, el contrato de adopción, el contrato de confidencialidad y… creo que sin duda alguna eres mi abuelo.
—Yo… —logró decir Pedro
—Siento, no habértelo dicho nada más verte, pero necesitaba estar segura, no quería causar más sufrimiento.
—Si esto se trata de … Muchacha, mi corazón no está para bromas.
—Permíteme un segundo —dijo ella y se dirigió con pasos rápidos hacia la habitación.
Pocos minutos después trajo consigo unas carpetas, de una de ellas extrajo una fotografía y se la entregó a Pedro. Este la cogió con manos temblorosas y al ver la foto no pudo evitar llorar.
—Esta es mi madre Pedro.
—Es igualita a mi Catalina, es… esto no puede estar pasando… esto —Pedro rompió a llorar desconsoladamente. Y Amelia se lanzó directa a los brazos de su abuelo por primera por vez en su vida.
Si has llegado hasta aquí quiero darte las gracias y enfatizar que con este pequeño cuento de Navidad he querido ilustrar unas pequeñas pinceladas de la horrorosa realidad a la que las familias de bebés robados tuvieron que enfrentarse durante los años posteriores a la Guerra Civil Española, hasta finales de los noventa, que es cuando comenzaron a salir a la luz los casos.
A través de esta historia, mi objetivo es llevarte en un viaje imaginario e intentar plasmar el momento feliz que todas las familias de bebés robados deberían haber experimentado.
Estés dónde estés, te deseo unas muy felices fiestas.
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